PANDEMIA TURISTA

Es probable que las leyes que rigen todo el Universo sean las mismas para todo, e incluso que resulten insultantemente sencillas de enunciar. Por eso, aunque nos empeñemos en descubrir(nos) sistemas distintos tanto para los electrones que giran alrededor de un protón como para los planetas que que giran alrededor de una estrella, sus parecidos y paralelismos siempre nos harán sospechar que el único cambio es de escala. En unos casos espacial, en otros temporal y en otros ambas dimensiones se entremezclan, si es que alguna vez estuvieron separadas. Todo viaje es, mismamente, una ecuación que relaciona espacio, tiempo y dinero. Con más dinero puedes ver más espacio en menos tiempo, o la misma cantidad de espacio más despacio. Tales palabras autocontenidas son pistas, esparcidas burlonamente por el universo del lenguaje.

Una de las características más populares de las ecuaciones fractales es que en su representación gráfica las ramificaciones de la figura que forma son a su vez formas repetidas dentro de esa misma gráfica. Muchos cuerpos en la naturaleza siguen de forma evidente esa estructura. Por ejemplo, cada una de las puntas que contornean un cristal de nieve son, a su vez, nuevos cristales.

En términos generales, si tenemos en cuenta la escala temporal de la existencia del planeta Tierra y lo asemejamos a un año, la especie humana apareció sobre ella los últimos segundos del 31 de diciembre, y le ha bastado los dos últimos para cambiar la climatología. En términos biológicos hemos resultado un virus fulminante para el planeta.

Pero aun si obviamos este detalle y nos concentramos únicamente en nuestras vidas, en la época moderna, ignorando todo nuestro contexto histórico humano y terráqueo, podemos ver que, a su vez, en nuestra escala de hombre moderno también se dan esquemas de infección vírica no entre cuerpos sino entre regiones geográficas. Con el turismo, cuerpos extraños de un país pueden infiltrarse en otro para cambiar su esencia, su ADN. En el país receptor se irá formando anticuerpos que más que acabar con ellos permitan convivir con su presencia. Habrá quien los considere una plaga, una oportunidad de negocio, una contaminación o un enriquecimiento. Habrá casos que se puedan archivar en una categoría y los que correspondan claramente a otras. Pero también los habrá que nos hagan dudar no ya en qué categoría colocarlos sino de si las propias categorías (riqueza, miseria, mezcla, contaminación) no están esencialmente autocontenidas o son las caras de un mismo contenedor.

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Todo lo anterior, que puede parecer el fruto de divagaciones inconexas, es para explicar mi asombro en estos días ante la novedad de que no era (sólo) que los turistas contaminaban de forma literaria cuando iban de viaje sino que (también) lo hacían de forma literal cuando traían consigo el coronavirus.

El virus no entiende de raza, sexo, clase, nación o equipo de fútbol. Se reparte por igual y nos acepta a todos recordándonos lo iguales que somos ante él. Se transmite por el contacto directo y por las microgotas de saliva, por lo que un estornudo, un insulto a gritos, una carcajada, un beso, una bofetada o una caricia le sirven para propagarse. Ni las flechas de cupido llegaron tan lejos en tan poco tiempo.

De mano en mano, de boca a oreja, o de boca estornudo mano saludo mano boca mordisco al canapé del vermú , el virus viaja con los viajeros en primera y segunda clase. Y en bodega.

En mares se puede ver una estampa curiosa: cruceros de lujo de turistas paralizados junto a pateras de inmigrantes con el acceso a puerto bloqueado por miedo a algún tipo de contagio. Unos intoxicados del all included de garrafón, chapoteando en la piscina de la cubierta superior, otros deshidratados con pánico a caer sin saber nadar en un mar tan infinito como su desierto de origen. Unos huyendo de una vida rutinaria, en busca de experiencias que les hagan sentir vivos y otros huyendo de hambrunas y guerras espeluznantes, anhelando seguir vivos y una cotidianedad que les fue robada.

Crucero Diamond Princess

Buque Open Arms

El coronavirus tiene unos días de latencia en los que puede transmitirlo alguien que todavía no presente síntomas evidentes. Y es en ese terreno donde surge como mala hierba el miedo. Miedo al virus, miedo al contagio del otro. El extraño, el extranjero. Y ese miedo sí que puede viajar por otros medios más rápidos que el tren o el avión, los medios de comunicación. Su contagio puede ser inmediato si no se toman las medidas profilácticas adecuadas. Para el virus del miedo, que es una ramificación del del odio, no hay mascarillas en las tiendas. No es que se hayan agotado por la cantidad de gente que fue a comprar una para uso propio ni por los pocos que fueron a comprar una gran cantidad para especular, contagiados ya de un virus de la codicia, mucho más letal, no. Es que nunca hubo mascarillas físicas para tal virus. Pero sí hay un sustituto que también se puede encontrar en farmacias: tapones de oídos. Para no escuchar alarmismos, bulos o su versión más dañina por pasar desapercibida: las fake news o la pseudo información. Pueden ser de cera como los que usó Ulises en su tripulación para que ni su embarcación ni nuestro ánimo zozobren (preciosa palabra, de las pocas que en el diccionario comparten alma y embarcaciones). Aunque quizás sea mejor recurrir al algodón de toda la vida, que, si bien deja paso respetuoso a todas las opiniones, lo hace de una forma amortiguada, de igual modo que las noticias que aguardan nuestra atención en el diario salpicado de migas de desayuno son distintas a las del noticiario que nos la roban y aún llevan incorporadas, con menos o más sonrojo, publicidad que va a robar la poca atención que nos restase.

Así que quizás, si recordamos que las reglas universales que nos rigen son las mismas, quizás esto no sea más que el inicio de un relevo de especie o tan sólo la visita de unos nuevos seres verdes, bronceados o negros que nos visitan y a los que nosotros, que éramos los turistas, tendremos que acostumbrarnos.